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Boing de Mango

Foto del escritor: Patricia LugoPatricia Lugo

Actualizado: 5 abr 2020

Se escucha a lo lejos, el sonido de esta canción:


“Una mexicana que fruta vendía, ciruela, chabacano, melón o sandía […] Campanita de oro déjame pasar con todos mis hijos menos el de atrás, tras, tras, será melón, será sandía, será la vieja del otro día, día, día […]”

Infancia, querida infancia donde la mayor preocupación era escuchar la chicharra sonar, para ir al descanso, “infancia” aquella que los mayores te piden a gritos que disfrutes, pero que estúpidamente nadie se da cuenta de la importancia de aquellas palabras, hasta que eres mayor.


Uniforme escolar odiado, ese de color rojo intenso, moños de color azul, rojo y blanco, calcetas blancas largas, una bata rosa bordada con mi nombre; siempre pienso, ¿A quién se le ocurren esos uniformes tan divertidos?, mi uniforme de aquellos días de ilusiones, odiado pero amado. Vuelco mi memoria al colegio que por algunos años fue mi segunda casa, sentada en el aula con butacas de madera perfectamente alineadas, para que mis compañeros y yo pudiésemos tener el ángulo ideal de aprendizaje, ese montaje icónico donde las sillas van en línea, el escritorio con un montón de papeles encima esta en el frente pegado a la derecha del salón de clases, la silla del profesor detrás este, y a un lado la pizarra con miles de anotaciones que probablemente nunca recordemos, pero que siempre querremos volver a vivir.


La chicharra ha sonado, los bolígrafos, colores y cajitas de plástico salen volando, es hora del descanso, salimos todos y cerramos la puerta del salón, una obligación que el último alumno al salir siempre tenía, miro hacía atrás y veo a lo lejos la pizarra verde, con gises blancos en la parte inferior y la fecha de México, Nezahualcóyotl, 1998.


Volvamos a lo nuestro, bajaba las escaleras del colegio con mis zapatos negros ortopédicos, peinada con dos coletas perfectas rodeadas por unos moños rojos que mi mami había comprado para mí. Mientras miraba las paredes pintadas de un verde inconfundible, ese que se mezcla con un poco de azul para convertirse en verde-agua, niños por aquí y por allá cargando en unas cajitas siempre tan creativas, los lunchs que sus madres habrían preparado para ellos.


Adicta al azúcar, sí, como muchos niños, amaba ese triangulito de brick de mango. Dispuesta a realizar mi dosis infantil de azúcar, me formaba en la hilera de la tiendita del colegio, esperaba ansiosa hasta que fuese mi turno, y en cuanto lo era, mi “boing” de mango no podía faltar, acompañado de una bolsa de palomitas de maíz con chile en polvo, hacían una delicia infantil en mi boca, dulzor en las venas, que con ese toque de picor compaginaban mi niñez perfectamente.



Salía de la tiendita del colegio, más feliz que nunca, bebía mi boing de mango a través de un popote infinitamente delgado, que obligaba a sorberlo con un ruido inconfundible, al terminar, ese triangulito se aplastaba, rutina de cualquiera que haya bebido uno de esos.


Sentada en el suelo de cemento, por un momento vuelvo a vivir aquella experiencia, en donde se escucha a lo lejos el correr de los niños y a mis amigas hablar, todas hemos hecho un circulo sentadas. Desde pequeña he tenido la facilidad de estar pero no estar, puedo perderme en un momento dejando que mi mente y pensamientos, vuelen; mientras estoy ahí, observo a lo lejos, percibo el sabor del mango, que por naturaleza ya es dulce, continuo sorbiendo, siento pasar por mi garganta esa bebida con dulzor fresco debido a su temperatura mientras va refrescando a mi cuerpo. Acompaño el sabor con mis palomitas de maíz picantes, que vendían en bolsitas de celofán transparentes, siempre he disfrutado del contraste de sabores, un poco de picor, el suficiente para acompañar el dulzor.


Disfruto la simpleza de sabores, mientras me pierdo en la conversación y las risas: bebo, como una palomita, bebo, como otra palomita, río, bebo, como otra palomita, río de nuevo, como una palomita más, mis dedos comienzan a ensuciarse de un color rojo por el polvo picante que contiene la bolsita, pero no me detengo, me encanta ese sabor mezclado; veo mis manos y sin protocolo y absoluta inocencia, chupo mis deditos, por que no me quiero perder el picor y el último sabor de la bolsita de palomitas, comienzo a escuchar el ruido típico de aquella bebida que te estas terminando, aplasto el brick, queriendo encontrar más, pero se ha terminado; ¡vaya desconsuelo!, mañana será otro día, pero no cabe duda que con un dejo de tristeza he terminado con mi rutina del receso en el colegio.


Momentos donde puedes permitirte comer esos placeres que en casa no permiten, momentos que explotan diversión en la boca, frescura, alegría, llamémoslo momentos prohibidos que se disfrutan, pero que en ocasiones te tienes que permitir ocultarlos, delicia absoluta de ir por instantes en contra de aquella ideología de lo que es bueno y de lo que es malo para nuestra comida, por que permitirte esos errores de dieta, te llevan a un lapso de diversión, sintonía, como si en tu boca bailaran dos personitas felices mientras disfrutas el placer de lo sencillo, de lo infantil, de lo mágico.


Bebidas satanizadas por la cantidad de azúcar, pero memorables por los recuerdos que traen después de tantos años atrás, bebidas acompañadas de risas, de inocencia, de alegría, de vida, de juegos.

Abro los ojos, me había quedado dormida por el andar del auto, recargada a la ventana, observando la cautelosa y activa noche en Nezahualcóyotl, vamos todos en el auto, nuestros padres nos habían dado permiso de ir a la fiesta rutinaria de los viernes, de pronto, vibra mi teléfono, lo observo son las 1:45am del 2008, -Chicos, ¿Podemos ir a comer algo? -, pregunto. Estacionan el auto y entramos a nuestra taquería selecta y yo sólo me dejo llevar, mi estomago hace tanto ruido por hambre que espavorida entro y pido dos de maciza y uno de ojo con todo y un boing de mango bien frío.


La taquería esta llena, se ve pasar a los meseros como un baile sincronizado, danzando de aquí para allá, con su delantal blanco y su gorro típico en punta, el ruido de la gente al hablar encaja perfecto en la melodía del ambiente, jóvenes terminando la fiesta, algunas familias, otro que ha salido del trabajo y nosotros, sí, nosotros, amigos de toda la vida, amigos de sangre, esos que solo se logran en la juventud.



Me interrumpe el taquero trayendo a la mesa la orden de tres tacos en un plato de plástico, que tiene por debajo un rectángulo de papel que siempre ponen, acompañados de sus dos trozos de limón, un poco de salsa roja, ¡perfectos!, aroma a carne de maciza jugosa, acompañada de mi boing de mango, se ha detenido el tiempo, mi estomago hace fiesta, mi mente nuevamente se deja llevar, masticando y bebiendo eso que nunca puede faltar por la madrugada antes de ir a dormir y después de divertirse.


“Boing” una bebida que es el maridaje de hoy y de ayer en las taquerías de México; “unos de maciza con todo güero y un boing de mango bien frio por favor”, se escucha en las taquerías de la ciudad de México, mientras el taquero golpea el tronco de madera desgastado que funge como tabla, cortando la carne rápidamente. Ese boing dulce, que mezcla el aroma del azúcar del mango con la grasa de la carne de los tacos y el maíz de la tortilla humedecida.


Un “boing” que mi hermano no podría perdonar que no hubiese en casa, cuando llegaba del colegio dejaba su mochila en su habitación, iba al refrigerador blanco, abría la puerta y bebía su boing de mango, muchas veces directo del brick de litro, otras tantas en un vaso, pero no podría faltar en casa.


Bebida industrial, sí, pero mexicana entre los ingredientes que la acompañan, esa que te saca una sonrisa, cuando vuelves a casa después de años, esa que si vez te hace sonreír. Aquella que encontrarás en los refrigeradores de unos cuantos miles mexicanos.

Un, dos, por tres por todos mis amigos….

(Quien entendió, entendió)

149 visualizaciones1 comentario

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1 Comment


Alberto González Trejo
Mar 13, 2020

Me has hecho recordar muchas cosas, entre ellas, tú, con tus dedos rojos, después de comer palomitas con picante.

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©2020 por  Patricia Lugo Mientras viva el alma.

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